Actuar es maravilloso.
Oh, si , lo sé, lo sé. Es lo que se supone ¿No?
Pues no. Normalmente no lo es.
No me pondré quejica, ya se que mucho peor es estar picando piedra, bajando a una mina en Asturias, que mas cornás da el hambre...
Pero disuelta la ilusión inicial, cuando uno se resigna tras años de esfuerzo a una cadena de hechos punzantes, de verdades dolorosas sobre la profesión, sobre este ídolo al rojo vivo que alimenta a cuatro desaprensivos a costa de la ingenuidad y la esperanza de miles de almas cándidas, la tentación del cinismo se hace demasiado fuerte. No le hables a un actor maduro del placer de crear, del veneno del teatro, de la droga del aplauso. Un actor maduro necesita su dosis de cinismo como un enfermo del riñón su diálisis.
Pero hay días como hoy, en los que no se sabe por que concatenación astral, por que azares del cansancio vuelto droga alucinógena, por efecto de que choque emocional, uno recuerda porqué y a santo de que tantos sinsabores y tantos esfuerzos.
No es un ataque psicótico como los que se imaginan los profanos, en el que te vuelves tarumba y te crees el personaje, con olvido de quien eres y donde estás.(Eso lo curan las pastillas)
Es mas parecido a ceder el control.
A ser un espectador mas de lo que tu cuerpo hace y tu voz dice. Y a emocionarte, también como espectador, con lo que ese Algo hace con tu cuerpo.
Si hablo de un “Yo superior artístico” me hago sospechoso , y me voy al garete en un naufragio de misticismo. Si hablo de “inconsciente” me meto en un debate psiquiátrico o pseudopsicológico que ni tiene objeto ni me interesa ya.
Hablo de esos momentos en que un siente que el talento, sea lo que sea, es algo que viene de fuera. Que la inspiración, se coma cómo se coma, es algo que no viene de adentro sino de... Otro Lado.
Y para recordarlo, aferrarme a ello y celebrarlo escribo esto.
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