Pero me entienden cuando pido un café, así que me siento cerca de la entrada, saco la libreta...
E irrumpe en el bar un viejo negro (me niego a llamarlo "persona mayor de color"), vestido con una chaqueta de color indeterminable, una gorra de baseball blanca y una borrachera más que evidente. Uno de los chinos sale de la barra, lo engancha del cuello y de un brazo y lo empuja fuera del local. Gritan los dos, el uno en cantonés, del que no entiendo nada; el otro en algún dialecto africano que soy incapaz de reconocer. Algún que otro "hijo de puta" en castellano (¿Por qué en castellano?) pone más en claro un dialogo en el que el sentido de las palabras es lo de menos.
¿Por qué siento que debería hacer algo?¿Hacer qué? ¿Por qué razón?
El chino defiende el derecho de admisión de su negocio. Ha sido amable conmigo. El africano es demasiado mayor como para que le echen a patadas de ningún lugar. La imaginación se me satura con mil posibilidades de mil escenas anteriores no vistas. "Qué sabes tú de nada".
El viejo saca una navaja del bolsillo, la muestra plegada en la palma blanquecina de la mano.
El chino mira el cuchillo de cortar los limones, sobre la barra.
Y como si fuese otra persona, siento mi trasero despegarse de la silla, y oigo mi voz como la he oído alguna vez sobre un escenario, como si no fuese la mía:
"Por favor... ¿Pueden dejarme tomar un café en paz?"
El chino me mira.
El negro me mira. De repente, sonríe y dice:
"De acuerdo, amigo. Dame un cigarrillo y me voy".
Se lo doy. Se guarda la navaja y se va.
Pero lo más extraño de la historia es que poco después le digo al chino:"¿Cuánto es?"
Y el chino, con esa sonrisa de Giocconda que tienen casi siempre los orientales, me contesta:
"Nada".
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