Llevaba un buen rato refunfuñando, como casi siempre que conduce, con un lenguaje que deja los oídos pitando. Nada que ver conmigo, como las tormentas que te empapan sin que medie nada personal. Justo después de aparcar, sale del coche, decidida. Cruza la avenida. La sigo, sin saber a dónde va. Un semáforo en rojo le da unos metros de ventaja... Saca el móvil y llama a la policía. “Hay dos perros sueltos en la calzada. Pueden provocar un accidente”. Imagino la cara del agente, pero por poco, mientras alargo la zancada para alcanzarla. Ahora, entre las sombras del arbolado veo a los dos canes. Un chucho grande, marrón, de raza indeterminada y de paso perezoso, y una Yorkshire Terrier blanca y negra, de trotecillo pizpireto.
“¿Qué vas a hacer?”
“Retenerlos hasta que venga la policía”. Y aprieta el paso. Estas cosas siempre me pasan cuando salgo de entrenar, me arden los gemelos.
Les silbamos, les llamamos, chasqueamos la lengua (Eso se hace con los gatos, pero hay perros tan pijos que saben idiomas…) Nada. Aceleran. Y el coche queda lejos, y yo rezo porque ella conozca el barrio.
Al final nos paramos. “Que les den”. Sonríe. Caracolean y se pierden de vista. En busca de un contenedor generoso en sobras. Son dos perros fugitivos, emocionados por la libertad, que corren juntos por entre los coches. Una dama y un vagabundo viviendo un amor mal visto.
Me enciendo un cigarrillo y me callo el comentario.
“Justo como nosotros”.
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